domingo, 7 de junio de 2009

¿CÓMO ES NUESTRO DIOS?

Lectura del santo evangelio según san Mateo (28,16-20)

"En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo."

A Dios lo han querido manipular todos pero cuando nos acercamos al Evangelio sin prejuicios nos encontramos con Jesús y el Dios que se revela y manifiesta en sus palabras y en sus actos, en su forma de vivir, en su mismo ser.
Ese Dios, al que Jesús llama “abbá” no justifica guerras, no excluye a nadie sino que acoge y abraza y ama. El Dios de Jesús no quiere la muerte de nadie sino la vida de todos, y lo demostró resucitando a Jesús de entre los muertos. Su sueño es reunir a todos sus hijos en torno a la mesa común. En el Reino los más pobres, los olvidados, los marginados, aquellos a los que les ha tocado la peor parte en este mundo, serán los primeros. En el Reino nadie es más importante ni tiene más poder porque “el que quiera ser grande que sea vuestro servidor”. Y el mismo Jesús lo demostró lavando los pies a sus discípulos –haciendo lo que hace un criado– en la última cena. Los que siguen a Jesús van abriendo camino a la nueva humanidad, creando fraternidad, dando esperanza, alentando la vida de todos. San Juan escribió que “Dios es amor”. ¿Se puede decir algo más?

Padre, Hijo y Espíritu. El “abbá” de Jesús es nuestro padre. Es Dios Padre de la vida, protector de todos, el que acoge, el que abraza, el que da la vida y la confirma, el que invita a su mesa. Jesús es el hijo. Jesús es hombre que compartió con nosotros la vida en toda su amplitud, la dureza del camino y la paz de un diálogo con los amigos al atardecer, el trabajo y el descanso, el compromiso en favor de sus hermanos y el amor por los más débiles y necesitados. Y en todo ello se nos hace patente que ese hombre era verdaderamente el Hijo de Dios, tal como dijo el centurión al pie de la cruz. Jesús no está hoy con nosotros pero, antes de irse definitivamente, nos regaló su Espíritu. Es el Espíritu de Vida. Es el Espíritu de Dios. Es el Espíritu que hoy, dos mil años después, sigue alentando en los corazones de tantos y tantas el compromiso por hacer de este mundo un lugar más justo, una casa para todos, un hogar donde nadie sea excluido. Es el Espíritu que alienta la vida de la Iglesia para que el Evangelio no caiga en el olvido y se siga encarnando en la vida diaria de las personas, de los creyentes. Es el Espíritu que nos hace alabar a Dios cuando vemos que la vida triunfa, que la justicia se aplica de verdad, que las personas recobran la esperanza en medio del dolor. Todo eso y mucho más es el Espíritu Santo.


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