domingo, 21 de marzo de 2010

TAMPOCO YO TE CONDENO


Lectura del santo evangelio según san Juan (8,1-11):
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?» Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.» E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?» Ella contestó: «Ninguno, Señor.» Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.»
La culpa es una experiencia misteriosa de la que ninguna persona sana se ve libre. Todos hacemos en un momento u otro lo que no deberíamos haber hecho. Todos sabemos que nuestras decisiones no son siempre transparentes y que actuamos más de una vez por motivos oscuros y razones inconfesadas.
Es la experiencia de toda persona: no soy lo que debía ser, no vivo a la altura de mí mismo. Sé que podría muchas veces evitar el mal; sé que puedo ser mejor, pero siento dentro de mí 'algo' que me lleva a actuar mal. Lo decía hace muchos años Pablo de Tarso: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero (Rm. 7,19). ¿Qué podemos hacer?, ¿cómo vivir todo esto ante Dios?
El Credo nos invita a «creer en el perdón de los pecados». No es tan fácil. Afirmamos que Dios es perdón insondable, pero luego proyectamos constantemente sobre él nuestros miedos, fantasmas y resentimientos oscureciendo su amor infinito y convirtiendo a Dios en un ser justiciero del que lo primero es defenderse.
Hemos de liberar a Dios de los malentendidos con los que deformamos su verdadero rostro. En Dios no hay ni sombra de egoísmo, resentimiento o venganza. Dios está siempre volcado sobre nosotros apoyándonos en ese esfuerzo moral que hemos de hacer para construirnos como personas. Y ahora que hemos pecado, sigue ahí como «mano tendida» que quiere sacarnos del fracaso.
Dios sólo es perdón y apoyo aunque, bajo el peso de la culpabilidad, nosotros lo convirtamos a veces en juez condenador, más preocupado por su honor que por nuestro bien. La escena evangélica es clarificadora. Todos quieren «echar piedras» sobre la adúltera, todos menos Jesús. Todos quieren convertir a Jesús en «juez condenador», pero él, lleno de Dios, reacciona de manera sorprendente: «No te condeno. Anda y, en adelante, no peques más

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